Cuando llegan, de golpe o poco a poco, los problemas de la vida, sólo Dios escucha cuando a nuestro alrededor no encontramos a alguien con paciencia para acogernos.
Esa ayuda puede ser especializada, puntual: si me duele la cabeza voy con un médico. Otras veces se trata de una ayuda más compleja, de tipo humano: si el jefe de oficina me crea dificultades veo si es posible encontrar una solución con el director ejecutivo de la propia empresa.
Si el problema es familiar, debido a tensiones por temas económicos o por conflictos que separan y hieren a unos de otros, es hermoso poder recurrir a alguien (el abuelo, un tío prudente, un hermano siempre disponible) para pedir consuelo, luz, consejos con los que sea posible afrontar la situación y vivirla, si no hay soluciones inmediatas, al menos con un poco de paz interior.
En los problemas del alma, ante la pena que produce reconocer los propios pecados, cuando abro los ojos ante ese egoísmo que me carcome, si el espejo empieza a denunciarme esas injusticias con las que he herido a otros, ¿a quién recurro?
Nos damos cuenta, entonces, que la medicina de los corazones sólo puede venir de Dios. Porque los familiares y amigos, los médicos y los psicólogos, el jefe de personal y el encargado de la oficina del banco, llegan sólo hasta cierto punto, pero nunca pueden ofrecer lo más esencial para el alma.
Sí: sólo Dios tiene la solución de los problemas más íntimos del hombre. Sólo Dios sabe lo que llevamos dentro. Sólo Dios perdona los pecados. Sólo Dios consuela cuando los médicos se rinden. Sólo Dios escucha cuando a nuestro alrededor no encontramos a alguien con paciencia para acogernos.
Por eso, cuando grito, con el Salmo, “¿de dónde vendrá mi auxilio?” puedo también hacer mía la respuesta: “Mi auxilio me viene de Yahveh, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,1-2).
Como Pedro, en Galilea, llega la hora de gritar desde el don de la esperanza: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
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